Lali
—A Viale delle Magnolie, lo más rápido posible, por favor —dije sabiendo que
llegaría con retraso. Solo faltaban diez minutos para las doce.
Coger un taxi en el Corso del Renascimento me llevó cerca de quince minutos.
Y cuando lo logré, me topé con un vehículo que parecía rodar de puro milagro. Al
tomar asiento, me clavé las bolitas de color teja de la funda del asiento. La voz de una
cantante con problemas de garganta surgía de la radio. —Me llevó unos segundos
reconocer que se trataba de música árabe—. Un olor a kebab rancio cubría todo el
interior.
—Dios, tendré que volver a ducharme en cuanto llegué —mascullé al descubrir
que había grasa por todos lados—. Dígame, ¿ha pensado en lavar este trasto?
El hombre sonrío y aceleró de golpe provocando que me estampara contra el
asiento delantero. Lo hizo a propósito, pero no me molestó. Es más, sonreí.
—Señorita, se hace lo que se puede.
—Si usted lo dice.
Para ser casi medianoche, el tráfico era insufrible. Tan solo tres calles nos había
llevado los diez minutos que tenía de límite. Y ahora nos encontrábamos en otro atasco
en la Via del Corso.
—¿Está usted seguro de que este era el camino más corto?
—En Roma no hay atajos, señorita. Debería saberlo.
—Ya, claro. Usted está buscando propina —resoplé mientras el hombre sonreía.
—Por supuesto. Tengo que alimentar a mis tres esposas.
Le miré con los ojos abiertos de par en par.
—¿No lo dirá en serio?
Mi comentario le hizo aún más gracia.
—Solo bromeaba. —Negó con una mano.
—En fin, si acepta tarjeta, podemos llegar a un acuerdo. Siempre y cuando no
lleguemos más tarde de las doce y cuarto. De lo contrario, se encontraría con un
cadáver —le dije tan dramáticamente como pude.
—¿Dónde vive exactamente?
—En la mansión Espósito.
El taxista abrió la boca ligeramente. Después me observó por el retrovisor. Sin
duda, no esperaba que viviera allí.
—¿Y qué hace cogiendo un taxi? —preguntó avanzando unos metros y
volviéndose a detener.
Por suerte, ya estábamos en la Piazza del Popolo.
—Quiero independencia…
De repente, su puerta se abrió y un muchacho arrancó al taxista del asiento de
un tirón. Solté un chillido al verle rodar por el suelo mientras se quejaba y maldecía. El
muchacho se subió al coche, cerró la puerta y comenzó a maniobrar de una forma tan
experta como brusca. No me dio tiempo a verle la cara, porque caí entre los asientos
cuando dio un giro violento, pero sí pude escuchar cómo chocábamos con varios
vehículos.
Me incorporé sin dejar de gritar.
«Que no sea un secuestro. Que no sea un secuestro», me iba diciendo a mí
misma para tranquilizarme.
Volvió a virar rápido para entrar en la Piazza del Popolo sin el menor temor a
atropellar a algún peatón. Dios, iba a morir, seguro.
Le miré. Era joven, de mi edad más o menos.
—¡Me cago en la puta! ¡¿Cómo coño se apaga este trasto?! —gritó sofocado,
intentando apagar la radio.
Será gilipollas.
Soltó el volante y se puso a darle golpes con el puño y con la pierna como si se
le fuera la vida en ello. ¡Estaba loco!
La chica con problemas de garganta dejó de sonar enseguida, pero la música fue
sustituida por las sirenas de la policía. Venían detrás de nosotros.
—Maldita mierda de coche. ¿Por qué coño no he cogido el Fiat? —gritó, a la vez
que se percataba por fin de que tenía compañía tras él—. ¡Joder!
Aproveché para atacar y me lancé sobre él dándole patadas.
—¡No me secuestres, capullo! ¡Déjame bajar! —chillé con fuerza mientras él esquivaba mis golpes.
—¡¿Quieres estarte quieta?! ¡Estás delirando!
El coche se desvió de repente y chocamos contra un muro. Salí despedida hacia
delante y me golpeé la cabeza y los hombros contra el salpicadero. Los cristales
cayeron sobre mí, pero enseguida percibí cómo el chico me cubría. De milagro, no sufrí ningún corte.
Lo empujé y me arrastré hasta la puerta con el cuerpo dolorido. Me lancé al
suelo y caí en un charco justo antes de que otro chaval se tropezara con mis piernas.
¿De dónde había salido este?
—¿Vienes a por más?, Franco —dijo mi presunto secuestrador.
—Me subestimas.
El tal Franco se lanzó a por el otro muchacho y comenzaron a pegarse
prácticamente sobre mí. Intenté escapar, pero cayeron al suelo y Franco me dio un
puñetazo en el hombro.
—Quita de aquí, joder —me espetó.
Le di una patada justo cuando un policía me sujetaba por la espalda y me
arrastraba fuera de allí. El acero caliente del capó fue lo que sentí en mi cara mientras
unas esposas me inmovilizaban las muñecas.
Estaba detenida.
Chicas hay muchas visitas y pocos comentarios .Si hay comentarios subo más sino..tendré que dejarla
Jajjajaja,la salida del internado ,le está proporcionando aventuras
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